sábado, 6 de agosto de 2011

Lo que yo no te diga

Las aventuras y desventuras de mi modista no tienen precio.
Aparentemente es una señora mayor (bueno, no tan mayor, sus cerca de sesenta sí tendrá, que es una edad muy indefinida) con hijos en edad casadera o casados y con un marido al que le esconde las cosas, o mucho peor, los problemas.
Cuando fui a su casa a ‘probarme’ –maravillosa acepción del verbo probar– me hizo descansar un instante antes de hacerlo, porque el calor obligaba. Ese instante lo aprovechó ella cual paciente de sicoanalista sentado en el diván, hasta el último minuto.
Me contó problemas de su familia, en concreto el enfado de uno de sus hijos (es evidente que quien se ha enfadado de verdad es la nuera) y cómo pensaba solucionarlo.
Lo chocante de la solución es que implicaba dos secretos, no decirle nada a su hijo (el enfadado) y no decirle nada a su marido (no se vaya a llevar un disgusto).
Me muero de ganas de ir a la prueba final la semana que viene para ver qué ha pasado, pues sé que este fin de semana habría una ‘no tan casual’ reunión familiar y en ese tipo de reuniones puede pasar de todo.
Qué equivocada anda la gente si no va con la verdad por delante, qué craso error el de ir escondiendo lo que se piensa, lo que parece y lo que dejamos de creer. Yo, lejos de decirle a nadie lo que tiene que hacer, recomendaría no entrar en el juego, porque una vez se empieza, dudo que se pueda salir muy airoso. Ya veréis.

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