Como la mayoría de vosotros sabréis, esta semana tuvo lugar
en Santiago de Compostela un horrible accidente de tren en el que murieron 79 personas.
Un accidente es, según el diccionario de la RAE, un suceso
eventual o acción de que involuntariamente resulta daño para las personas o las
cosas, pero fuera del diccionario es muchas cosas más: es un hecho horripilante
que nos estremece por la crudeza de lo ocurrido, que nos alarma ante lo
inesperado y nos entristece hasta el infinito por las consecuencias y lo que
hubiese supuesto para nosotros si hubiésemos sido las víctimas (directas o
indirectas) del accidente.
En el caso de Santiago y a falta de saber qué ocurrió en
realidad, si es que algún día lo sabemos (sospechoso me ha parecido que los
presidentes de Renfe y Adif hayan
tardado bien poco en decir que toda la culpa es del maquinista… aunque sin duda
era quien conducía ese tren), le digo al Santo que otra vez esté un poquito más
atento, porque ahí no estuvo atento él tampoco.
Pero llevo días dándole vueltas a esto de los accidentes
porque hace poco tuve ocasión de ver un reportaje sobre el accidente que hubo
en el aeropuerto de Los Rodeos, en Tenerife, el peor de la aviación de todos
los tiempos (y todos los países y todos… el peor) en el que murieron 583 personas
en 1977.
Un cúmulo de infortunios coincidieron y provocaron la mayor
catástrofe aérea (sin estar en el aire, para más congoja) en Tenerife hace 36
años.
No voy a dejar de ir a Santiago lo antes que tenga ocasión
ni a Tenerife, a donde felizmente iré en mis próximas vacaciones, pero sirva este
humilde post como recuerdo de todas las víctimas y como calor en forma de
abrazo a todas las personas que perdieron a alguien en cualquier accidente.