Para llegar a mi trabajo cada día cojo el metro y a
continuación enlazo con el tren. Casi 25 kilómetros separan mi casa de la
oficina donde trabajo. Sobre si me parece larga o corta distancia os prometo
hablar en otro post, porque hoy os quiero comentar algo que viene a mi mente de
vez en cuando durante el trayecto.
Yo, como persona sensible que me considero, soy muy
receptiva a temas emocionales; recientemente me ha ocurrido con el atentado en
el maratón de Boston, qué fácil se preparan dos ollas con explosivos y se
vuelan las ilusiones de miles de personas allí concentradas…
Como me ocurre con los accidentes de aviones, cuando se
produce un atentado, me vienen a la cabeza otros muchos que mi mente pueda
recordar, concretamente los que por un motivo o por otro, me puedan resultar
afines. No me traumatizan, solo los recuerdo.
Por ejemplo, en la carrera que me pego entre metro y tren,
más de un día me imagino a las personas que viajaban en los trenes del atentado
de Atocha, en 2004 en Madrid, irían pensando en sus cosas, como lo hago yo cada
día. ¿Quién tenía derecho a quitarles esos pensamientos de su cabeza?
Bajo las escaleras al andén a toda velocidad y me subo en el
tren, que con suerte está a punto de arrancar, al salir del túnel enciendo la radio
y, contemplando el bello amanecer de Barcelona, empiezo a pensar en lo obligada
que estoy a disfrutar de mi vida, cada uno de los minutos. Solo tenemos una, ¿verdad?
pues vamos a intentar aprovecharla.
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